Emilio no sabía leer ni escribir. Un golpe de estado y una guerra se llevaron por delante un presente y un futuro que le pertenecían y que un dictador le robó.
Con cinco años tuvo que aprender a esconderse de bombardeos bajo las zarzas y a despertarse aún de noche para llevarse algo que comer a la boca.
Sus juguetes fueron las piedras y las cañas y los huesos de los albaricoques, y como él aprendió a repetirse para tener esperanzas:
– "Ya tendré tiempo de jugar cuando sea más mayor".
Pero entre el hambre, la miseria y las manos agrietadas de coger esparto en el monte desde las noches heladas hasta las tardes abrasadoras, aprendió que no hay nadie que esté por encima de nadie, a vivir con generosidad y dignidad, y a cuidar de los suyos.
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